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domingo, 13 de febrero de 2022

Los sabores de mi tierra

Los sabores de mi tierra

Heráclio Narváez Santos
Cofradía Extremeña de Gastronomía
En memoria



A los recuerdos el tiempo se encarga de transformarlos y, cuando un duende llamado memoria los hace volver, surgen de un lugar recóndito de nuestra mente envueltos en fantasía y pasan a la realidad convertidos en imaginación.  Así mi relato no será más que una mezcla de recuerdos, fantasía o puede que quizás sólo sea el sueño de un niño extremeño al que el olor y el sabor de su tierra se le metió en el alma.

El día amanecía, no te daba tiempo a despertar, cuando el frío se había colado entre las sábanas e intentabas acurrucarte y buscar el calor que la noche había dejado entre ellas.  Pero un olor que venía de la cocina se encargaba de decirte que era un día especial.

La noche anterior todo se quedó preparado y mi recuerdo se para en aquellas inmensas artesas de madera que de tanto fregarlas eran como ataúdes blancos preparados de un año a otro para aquel holocausto ritual y mágico.  También se me quedó grabada la vieja máquina de picar.  Cuántas artesas habría llenado con su monótono chirriar.  Aún no sé cómo funcionaban aquellos viejos engranajes, cómo a pesar del tiempo cumplía con su labor.  Se la idolatraba como el principio de la modernidad, como el inicio de la técnica en el mundo rural; se la mimaba y sus piezas se trataban con esmero y cuidado y de un año a otro se envolvían cuidadosamente como si se le construyese una urna para preservarla del tiempo.

Al llegar a la cocina, el olor a aceite se había hecho dueño de la habitación, un enorme caldero estaba ya en el fuego con los ajos y varias mujeres ya habían picado el pan. ¡Ya olía a matanza!.  Una mujer robusta con una gran espumadera “cazeaba” las migas, cada vuelta llenaba de olores aquella estancia que ese día se convertía en un altar, en una pira mágica que transformaba en sabores todo cuanto en ella entraba.

Cuando los hombres llegaban el olor a cazalla se confundía con el de las migas y llenaba todo el ambiente de alegría y excitación.  Traían los cochinos y empezaba la fiesta, los gruñidos del animal se mezclaban con las voces de las mujeres y el ruido de los cuchillos al afilarse presagiaba su inminente final.  Eran animales que se habían criado desde pequeños en aquellas tierras y se llevaban de ella todo su sabor.

Nacían al aire libre, en majadas de piedra que siempre miraban al sol.  Cuando nacían e íbamos a verlos se sentía el calor y la ternura de aquella madre de ubres generosas debajo de la que se acurrucaban, a veces tanto que ésta llegaba a aplastarlos y siempre se me antojaba que era de exceso de cariño.  Después, cuando crecían eran libres y el campo se recreaba en ellos.  Corrían de un lado a otro, se revolcaban en el barro, dormían apelotonados debajo de una encina que les ofrecía su cobijo y sus frutos, en una simbiosis perfecta hasta que ese día señalado se les arrebataban a la madre Naturaleza para transformarlos en sabores que le dieran identidad a nuestra tierra.  El matarife era el héroe indiscutible de la jornada y como tal se sentía protagonista.  Ordenaba sin parar a unos y otros y se acataban sus órdenes como si de un general se tratara.  De una cuchillada certera la sangre comenzaba a brotar de aquella garganta.  Una mujer, apresuradamente, recogía la sangre que después vestiría de luto a las morcillas.

Una vez muerto el animal comenzaba el ritual incendiario.  Grandes haces de “charamuscas” lo cubrían y quemaban su piel.  Era como una especie de purificación, siempre recordaré aquel olor, cuando el sabor a monte se encerraba en el tocino humeante de aquel animal.  Con un enorme cuchillo afilado se abría el cerdo y se separaban sus distintas partes.  Las mujeres con un enorme baño vidriado se iban a un arroyo cercano a lavar las tripas.  De aquellas vísceras, humeantes aún, salían todas las impurezas y se conservaban con mimo en vinagre y sal hasta el momento en el que se llenarían con la carne del cerdo convertida en sabor.  Cuando volvían las mujeres ya estaba preparado todo para empezar a picar, pero era media mañana y el hambre se hacía notar en los estómagos.  Unos trozos de magro se hacían lentamente entre las brasas.  Carne roja entrevetada en blanco, grasa y sabor.  Era nuestra bellota lo que salía entre las fibras de aquellos trozos de carne.  Trozos de tocino se asaban también lentamente y con todo se hacía una especie de ensalada que llamamos “almorraque”, el sabor de la hierbabuena le daba el toque exótico de un almuerzo en el campo.  Ya se estaba picando la carne en aquella máquina vieja y desgastada, los hombres se turnaban unos a otros, y la carne ya picada iba cayendo lentamente en la artesa de madera que la recogía orgullosa.

En un rincón los niños pelábamos ajos y se machaban en un mortero.  Aquí los olores confunden mis recuerdos.  Olía a ajos, a pimentón, a la leña de encina quemándose y dándole calor a un enorme caldero de cobre donde los garbanzos con coles cocían lentamente.  Aquellos garbanzos de matanza tenían el regusto de lo auténtico, lo artesano, de lo que se hace con cuidado para gustar.

Por la tarde se adobaban los chorizos; ajos, sal y pimentón.  Pocos ingredientes para que la calidad se base en lo auténtico.  Esos chorizos nunca se pondrían duros porque dentro llevaban la ternura que les da un pequeño y humilde fruto, nuestra bellota.  Llegaba entonces el momento de la prueba.

Envuelta en papel de estraza, aquella carne adobada se metía entre los rescoldos de la candela, para así poder apreciar el gusto de los ingredientes.  Todo estaba listo y otra vez la vieja máquina empezaba a trabajar.  Con lentitud primero se llenaban los morcones y los chorizos de tripa gorda.  Aquellas manos de mujer extremeña, curtidas por el sol, llevaban siglos arañándole a la tierra sus frutos y ahora, al tocar aquella chacina, se convertían en manos dulces y sensibles que la mimaban para que en su interior sólo quedara calidad.  Cuando hacían los lomos, los envolvían entre las telas de las mantecas como si estuviesen vistiendo a un niño pequeño.  Cada vuelta o cada atadura era una muestra de esmero y cuidado, los limpiaban de impurezas, los arropaban con las telas y por último los ataban con cuidado pero con energía, adornando sus extremos con pimentón para que nada pudiera alterar lo que dentro se encerraba.  El tiempo después se encargaría del resto.

Dejo para lo último el recuerdo de los jamones.  Era tarea reservada a los hombres, manos fuertes y rudas apretaban la carne aún sangrante para que echara todo aquello que no fuera luego transformado en sabor.  Después, eran enterrados en sal y en aquel pequeño cementerio blanco los jamones tomaban la que necesitaban.  Pero era un entierro temporal ya que al cabo de unos días los hacían resucitar limpiándolos el exceso de sal y dejándolos solo con el silencio de una bodega que estaba aliada con el viento del Norte y allí en el vientre frío de la inmensa casona de campo se obraba el milagro.  Un trozo de carne salada se convertía por medio de un extraño sortilegio en un manjar hecho para dioses.  Sabor pintado de rojo y blanco, bellota humilde que en un pequeño rincón del mundo consiguió crear el símbolo de identidad de una tierra humilde como ella pero orgullosa de haber dado al mundo la pureza de un sabor auténtico.

Quiso bajar Dios del cielo para probar los sabores y ver en qué transformaron lo que Él un día les dio
Y la tierra se volcó para ofrecerle a su Dios todo lo que con esmero transformaban en sabor
Y Dios iba agradeciendo sonriendo con ternura y se sentía orgulloso de los hombres que Él creó
Más cuando hubo probado de la tierra las dulzuras solo se quiso llevar para volverlo a probar el jamón de Extremadura.

 

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