“… Cambiaron las uvas y la mentalidad”
Había vino en La Vera ya en la Edad del Bronce y corría el vino en la romana Emerita Augusta. Pizarro y Hernán Cortés llevaron el vino extremeño a América y en el siglo XX, el cultivo de la vid explotó en Extremadura. Llegaron entonces años de cantidad, tiempos monovarietales de una uva, la pardina, y mucho vino banco. Pero acabando el siglo XX, todo cambió. La tempranillo trajo la variedad y los campos de las riberas Alta y Baja del Guadiana, de Montánchez y Cañamero, de Tierra de Barros y Matanegra vieron crecer uvas distintas. 100.000 hectáreas acogieron parras de macabeo, chardonnay o sauvignon blanc, uvas nuevas para vinos blancos diferentes... Y tintos: cabernet sauvignon, garnacha... Cambiaron las uvas y la mentalidad. El vino en cantidad para brandy y batalla fue arrinconado paulatinamente por el mimo y la calidad. Saltó después la sorpresa: el cava extremeño, tan delicioso como inesperado. Los bodegueros dejaron de presumir de kilos y empezaron a presumir de coupages. Hoy, cerca de 50 bodegas extremeñas persiguen la excelencia: han dejado de soñar con toneladas para emocionarse con un brut nature, con un blanco fermentado en barrica, con un milagro rojo y vivo mitad merlot, mitad syrah.
Colóquese la copa sobre un fondo blanco. Obsérvese al trasluz. Repárese en los matices del rojo. Guinda para los vinos jóvenes. Cereza para los crianzas. Picota para los reservas. Teja para los grandes reservas. ¿Cómo, picota...? Sí, el color rojo picota es la aportación de Extremadura a la fase visual del vino. Tintos oscuros de rojo profundo. Años de roble. Paciencia. Conciencia. Decencia. Vinos picota certificando el rigor de la cosecha y la selección de la uva, demostrando cómo la espera tiene su premio en todo y más en vino, descubriendo con el color la honradez del bodeguero. Rojo, cereza y picota.
Sir Kene Digby era un cortesano británico que inventó la botella bordelesa de forma tubular cilíndrica, hombros caídos y cuello largo. El vino extremeño la prefiere para embotellar los tintos. Para los blancos, algunos siguen con Burdeos, pero la mayoría de las bodegas extremeñas opta por la elegancia de la botella Rin, tan delgada, tan alta. La botella borgoñona, la más antigua, ancha y corta tiene por aquí menos predicamento. Y como también los vinos de culto han llegado a Extremadura, con ellos ha venido la botella cilíndrica de cuello más elevado. Rin, Burdeos, Borgoña. Ya están todas. A escanciar.
Ya sale un hilo fino y rojo, ya se convierte en chorro espeso y brillante, ya cae hacia la copa, ya entra por la boca redondeada de cristal finísimo, y desciende hasta el fondo donde choca contra la transparencia y asciende lentamente, y gira, y completa el balón de vidrio en un tercio, como mandan los cánones. Y ahora, quietud mientras se mira, quietud mientras se disfruta del olor primero cerrado y enigmático. Y de nuevo el frenesí: agitación, giro intenso y rojo, tinto abriéndose, llevando aromas ya sin pudor hasta el olfato, envinando después el gusto, extasiando el paladar.
El cava es la joya de las bebidas, la piedra más preciosa de lo líquido. Pero no puede perder su brillo disfrutándose al final de la comida, cuando cientos de sabores anestesian ya cualquier disfrute y la dulzura del postre arruina los matices. El cava extremeño ha de tener protagonismo de diamante: ser lo primero, abrir la comida, despertar el paladar y prometer lo que está por venir. Un banquete que comience con una copa de cava de Extremadura no puede ya decaer. Cada burbuja de esta tierra te está mostrando un camino de placer sin vuelta. Después del cava, el todo.
¿Cómo es posible que de una tierra tan difícil surja un néctar tan exquisito? ¿Quién explica el milagro de que ese leño rugoso y anciano sea capaz de deparar la fruta perfecta? Parras y uvas, metáfora del misterio de esta tierra complicada, que el extremeño ha domado para extraer de ella la ambrosía. Frente a la madera retorcida y gris, la perfección redonda, jugosa, violácea o verde óleo del fruto. Son ya más de 2.000 años obrándose cada otoño un prodigio majestuoso que Extremadura contempla con templanza, por costumbre. Aquí casi todo es así: crisálida perpetua, belleza en ciernes.
Paisajes de geometría perfecta. Surcos y viñas trazados con rigor de delineante. Cuando las vides se enseñorean del horizonte, la estética del equilibrio y la línea recta se impone. Paisajes ilustrados y útiles de Extremadura, tierras de vino, campos paralelos de líneas mutantes: del verde de junio al dorado de octubre. Después, nada, excepto leños desnudos, retorcidos. Al tiempo, el brote. Y vuelta a empezar: la hoja, el racimo, el oro de otoño. Viñedos extremeños: monotonía para el insensible, sosiego para quien entiende un proceso demorado, repetido, cartesiano en el que cada movimiento colabora: el surco, la poda, la cosecha... Y vuelta a empezar.
Acero nuevo y barricas a la carta. Refrigeración, ingeniería, proyecto y terciopelo. La tecnología al servicio de la delicadeza. El vino extremeño retira a los museos etnográficos las tinajas de la pitarra, el barro antiguo, que ya es curiosidad. A veces, algún excursionista desinformado recurre a lo obsoleto y habla o escribe de los vinos recios de Extremadura, criados en bodegas medievales de odres y vasijas. Como recurso a los clásicos, vale, pero mejor que recurra a las fuentes y lea el Quijote. En Extremadura ya no hay pellejos ni cubas gigantes. La pitarra es arqueología. Ahora se bebe vino.
José Ramón Alonso de la Torre (2009), pagina 14, Alimentos de Extremadura, España
Alejandra Suarez Sánchez de León para Grupo Ros.